Aquel año, poco después de cumplir los nueve años y en medio del curso escolar, nos mudamos toda la familia a una nueva ciudad. El ascenso de papá había acontecido unos meses antes.
Sobre todo notamos la mejoría económica en los bocadillos de la merienda. Pasamos del chorizo y el salchichón, a unos jugosos bocadillos de filete de ternera empapados en salsa que eran la envidia de mis amigas. Como era mala, me relamía la grasilla delante de ellas saboreando ruidosamente hasta el último bocado.
Con el cambio de ciudad tuve que dejar el colegio al que iba con mis hermanas. Me despedí de mis amigas de la infancia y del bruto de mi novio Nandi al que había perdonado que se meara en mi mejor vestido y que hubiera arrancado de cuajo las piernas de mi muñeca.
La nueva casa era enorme y tenía un pasillo larguísimo, tan largo que, mientras mamá se esforzaba en poner todo en orden, nosotras en calcetines lo recorríamos para deslizarnos patinando los últimos metros. Mamá nunca tuvo un pasillo tan brillante.
Como era mitad de curso, mis padres encontraron plaza en la escuela pública para todas mis hermanas menos para mí. Tuve que ir sola a un colegio de monjas.
Aprendí muchas cosas en él.
A sentir envidia
Sor Benita quería más a Lupita que a ninguna de nosotras. Lupita era una niña con cara de ángel que vestía uniforme de modista, sus largas coletas rubias que eran las más repeinadas de la clase, sus zapatos eran nuevos y lucían brillantes.
A sentir vergüenza.
Mi uniforme había sido confeccionado con poco rigor y gran ahorro por mi madre, mi pelo estaba cortado a lo chico y mis zapatos, que eran heredados de mi hermana mayor, eran viejos y estaban desgastados.
El desprecio por los demás.
El primer día de colegio descubrí por primera vez en mi vida la famosa “mueca de asco”. Me la enseñó Lupita cuando recogía mi abrigo. Me miró de arriba abajo, torció el gesto haciendo un mohín poniendo cara de asco. En cuanto llegué a casa repetí el gesto con mis hermanas. Cuando mi madre vio semejante desprecio, me soltó tal bofetada que me quitó la cara de asco de por vida. Tanto que hoy, cuando veo una cucaracha, a pesar del asco que me producen, solo abro los ojos y pongo cara de loca, nunca más de asco.
La humillación.
Aunque Lupita no me trataba bien y a mí me parecía una estúpida, fui a su cumpleaños. Vivía en una preciosa casa unifamiliar y en su habitación había una gran casa de muñecas. Fue la tarde más aburrida de toda mi infancia. Solo se podía jugar a lo que ella quería, y ella solo quería jugar a las mamás, vestir, desvestir y dar de comer a las muñecas. Allí nadie podía jugar a las tabas en el suelo, no querían saltar a la comba, ni poner las gomas entre dos sillas, no querían correr, gritar o pelearse.
En un momento de descontrol, (nunca había comido tanto dulce), tiré con fuerza de la coleta de Lupita que ya me tenía hasta las narices. No fue suficiente que llorara desconsolada con su cara de ángel, la muy cobarde se fue a llorar en los brazos de su madre. Cuando nos despedimos me miró y, de nuevo torciendo el gesto con su famosa mueca, me dijo:
-Pilinguiña eres fea y tonta y nunca más te voy a invitar a mi casa.
Lo dijo delante de todos, incluida su madre. Aunque sentí una gran congoja, increíblemente, su madre no le partió la cara. Eso me gustó mucho. Quedé abducida por el consentimiento maternal del que ella disfrutaba. Mi madre me hubiera puesto el culo como un tomate.
La lucha de clases.
Ese año comprendí que las niñas del colegio de monjas debíamos considerar a las niñas del colegio público, tontas, feas y agitanadas. Dejé de ir con mis hermanas para relacionarme exclusivamente con las niñas de mi colegio. Bailábamos femeninas y muy cursis al son de la música del tocadiscos. Cuando jugábamos con las manos, lo hacíamos para cantar canciones, no como con mis hermanas que siempre querían un “calientamanos”. Además, tonteábamos con los guapísimos chicos del colegio de curas que solo iban con nosotras, las niñas del colegio de monjas.
La corrección moral.
En casa empezaron a cansarse de tanta gilipollez por parte de hija. Con mis hermanas estaba tan altanera que comencé a buscar fórmulas para insultar haciendo daño. A la mayor le decía “Bel culo de papel, mete manos en la sartén”, a la tercera “pulga pedorra”, a la cuarta “sorda” y a las pequeñas, simplemente las ignoraba. Finalmente mi padre, viendo mi deterioro moral, decidió que si quería ver a mis amigas del colegio tendrían que venir a casa a jugar con mis hermanas. Solo vinieron un día. Entre mis hermanas y las amigas de éstas, se llevaron unos cuantos tirones de pelo, algún pellizco y, lo que fue decisivo para sus madres, las bragas sucias de jugar en el suelo de la calle a las tabas.
PilinguiñaCorregida